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Quiñihual, el pueblo donde quedó un solo habitante.

Cómo vive el último habitante de un pueblo bonaerense: "A veces, el perro me contesta con un ladrido"

QUIÑIHUAL, Buenos Aires.- Es difícil llegar a Quiñihual, el pueblo donde quedó un solo habitante. Las referencias que ayudarían a hacerlo, ya no existen. Las vías del tren que pasan por la desolada ruta 76 han desaparecido. Tampoco está el cartel que advertía la presencia del pueblo. «La gente piensa que ya no existe más», aclara Pedro Meier, de 62 años, único y último poblador de esta localidad que llegó a tener 500 habitantes en la segunda mitad del siglo XX.
Vista del pueblo Fuente: LA NACION – Crédito: Ricardo Pristupluk
La clausura del ramal ferroviario y la tecnificación del agro causaron una menor demanda del empleado rural y con esta, el éxodo de las familias selló la suerte de la localidad donde Pedro resiste atendiendo su almacén de ramos generales, que es frecuentado por los últimos y solitarios puesteros de las grandes estancias. «Te acostumbrás a hablar solo, a veces el perro me contesta con un ladrido», agrega al referirse a su vida en la desolación.
El cartel de entrada a Quiñihual Fuente: LA NACION – Crédito: Ricardo Pristupluk
El camino de tierra que lleva a Quiñihual (Partido de Coronel Suárez) está ocupado por una manada de vacas. A bocinazos se mueven. De un lado se ve el cordón serrano de la Ventania. Del otro, la pampa y grandes extensiones de tierra sembradas. Las casas que antes daban techo a las familias de los puesteros, hoy son taperas. Se ven a cada paso. El pueblo tiene solo tres construcciones. El club y la escuela están cerrados. Sólo sobrevive el señorial almacén de ramos generales. «Todas las casas fueron demolidas para sembrar, o se las fue llevando el monte», comenta Pedro. Frente a su almacén, muy bien conservado, quedaron también los galpones ferroviarios, y la estación cuyo nomenclador está tapado de pastizal.
El almanaque más actual dentro del almacén es de 1968. El tiempo ha quedado en esos años. La construcción es de 1890, la familia de Pedro (alemanes que llegaron desde el Volga) lo compró en 1964. Él tenía siete años cuando tuvo que comenzar a ayudar a su padre. «No daba abasto, había tres personas atendiendo, el pueblo estaba lleno de gente y el tren daba mucho movimiento», recuerda.
Pedro mantiene su almacén de ramos generales Fuente: LA NACION – Crédito: Ricardo Pristupluk

Otros tiempos

Los campos estaban habitados y los bolseros, que venían del norte y vivían en ranchos al lado de la estación, antes y después de trabajar, entraban al almacén. «Era un trabajo muy pesado, tomaban algunas ginebras, y se iban», cuenta. El almacén, que tiene 9 habitaciones, las alquilaba para dar hospedaje. Aquí estaba la Estafeta Postal.

Pedro en el negocio que abre rigurosamente todos los días Fuente: LA NACION – Crédito: Ricardo Pristupluk

Todas las familias del pueblo, de las estancias vecinas, y de los parajes, compraban sus provisiones en el almacén. También había un destacamento militar, a pocos kilómetros, donde 120 soldados hacían el servicio militar. Las amplias estanterías tenían todos los artículos que posibilitaban vivir en este rincón serrano bonaerense.

 

Llegamos a tener la representación de Coca Cola, distribuíamos a los pueblos de la región»»

Pedro Meier

 

El pan llegaba de Coronel Suárez en tren (a 50 kilómetros), el vino desde Mendoza en bordalesas. «Se vendía por litro, y la gente traía damajuanas de diez, la compra normal era tres para todo el mes», afirma Pedro. Azúcar, yerba, arroz, fideos, todo se vendía a granel. También revólveres, escopetas y carabinas. «En esa época no había problemas», agrega. Ropa, herramientas, nafta (tenía dos surtidores), seguros de vida y para la cosecha. «Llegamos a tener la representación de Coca Cola, distribuíamos a los pueblos de la región», dice.

Una vista del pueblo casi fantasma Fuente: LA NACION – Crédito: Ricardo Pristupluk

«Perdieron valor los productos de chacra», asegura para argumentar aún más las razones del éxodo que sufrió el pueblo. Mientras su perro Moncho abre la puerta del almacén (también ha aprendido a cerrarla con una pata, y su gato -sin nombre- se arrima a la salamandra), la mirada de este solitario se pierde en la ventana que muestra el abandono. «Acá había gente que criaba pavos, con 70 podías vivir y ganar buena plata. Los que cazaban liebres, también las vendían a los frigoríficos», cuenta.

El cierre del ferrocarril terminó con la vida en el pueblo Fuente: LA NACION – Crédito: Ricardo Pristupluk

Quiñihual Football Club

No había campos grandes, sí muchas parcelas habitadas por familias. La escuela tenía matrícula completa. El club, Quiñihual Football Club, tenía equipo de fútbol, Pedro era arquero. «La gente antes aprovechaba más lo que tenía», recuerda. Dulces de tomate, de ciruela, queso, crema y manteca, todo se hacía en las casas. «Ahora todo viene en lata. Es más caro, y tiene otro sabor», sostiene.

Cuando el tren dejó de pasar, en 1995, el pueblo quedó aislado. «Los pasajes de tren eran muy baratos y muy pocos tenían autos», sostiene. Las familias comenzaron a vender o alquilar sus tierras, que fueron transformadas en pooles de siembra, los cimientos del pueblo quedaron debajo de la soja. «Recuerdo al último jefe de Estación, yéndose con su familia».

Pedro cuida a sus vacas Fuente: LA NACION

El pueblo padeció un éxodo grave, la escuela se quedó sin alumnos. En el año 2000 cerró para nunca más abrir. Nadie volvió a vivir. «Muchos ex habitantes tienen miedo de volver y ver todo el pueblo vacío», afirma Pedro.

Quiñihual no es el único pueblo de la región que ha quedado abandonado. D´Orbigny está a 18 kilómetros. Llegó a tener 500 habitantes. «El asfalto nos dejó aislados», resume Karina Graff, nacida aquí y directora del Jardín de Infantes de la Escuela N° 23 de la localidad, al referirse a la construcción de la ruta 85, que tiene su traza a 10 kilómetros. El camino real que unía Coronel Suárez con Coronel Pringles pasaba por el pueblo. La ruta, que se hizo en los ochenta, dejó sin tráfico este camino. El tren dejó de pasar en 1992.

La escuela tiene doce alumnos. «Todo depende de nosotros, y del compromiso de los productores agropecuarios de tomar empleados con familia», afirma Graff. D´Orbigny hoy tiene apenas doce habitantes, y se sostiene gracias al trabajo de los docentes de la escuela. A diferencia de Quiñihual, tienen servicio de luz eléctrica y eso aquerencia a los pocos que quedan. «Trabajamos en soledad, por eso necesitamos que vengan a visitarnos», pide Karina, quien recibió hace unos días atrás el llamado de la gobernadora María Eugenia Vidal para felicitarla por su trabajo.

Pedro, con la camiseta de un club que ya no existe Fuente: LA NACION – Crédito: Ricardo Pristupluk

El tren

La red ferroviaria argentina llegó a tener 47.000 kilómetros, siendo la octava más extensa del mundo. «Hoy están operativas menos de la mitad», afirma Ariel Scolari, especialista en la historia férrea argentina. Nombra ejemplos extremos de cómo el tren modificó la vida de las comunidades de Chaco y Salta: «Los trenes aguateros llevaban agua potable a pueblos en donde no había. Cuando no pasaron más, los habitantes debieron irse». En la Patagonia, está el caso de San Antonio Oeste (Río Negro), que tenía agua gracias a tres trenes aguateros que la abastecían a diario. «El fin del tren dejó sin conexión a los pueblos», sostiene.

Además del almacén, la familia de Pedro siempre tuvo tambo. A los diez años, junto a su hermano mayor Marcelo, tenían que ordeñar las vacas. «Nos despertábamos a las tres de la mañana, veinte vacas cada uno, a las seis teníamos que tener la leche lista para dejarla en el tren», rememora. Hoy tiene tierras que ha heredado de la familia y una centena de vacas que pastan en los amplios terrenos del ferrocarril. También algo de huerta, chanchos (que factura y produce los chorizos secos que completan las picadas) y la responsabilidad de ser único ser humano que sostiene su pueblo.

La desaparición del tren, en 1995, destruyó al pueblo Crédito: Ricardo Pristupluk

Viudo, Pedro es padre de dos hijos (viven en Bahía Blanca y Coronel Suárez). Su actual mujer vive en Pigüé (a 100 km), hasta hace unos meses tenía que ir a una loma a buscar señal para llamarla. La incomunicación es total en Quiñihual. Ninguna compañía ofrece cobertura. Ahora compró un amplificador de señal que instaló en su cocina, es el único lugar de una amplia región donde un teléfono tiene utilidad.

Su vecino más cercano está a 3 kilómetros. Sierra de la Ventana está a 70. Todos los fines de semana recibe turistas que se animan a los caminos rurales para conocerlo. Por las tardes vienen sus clientes fieles. «Hay gente que ha venido acá toda su vida, lo siente una segunda casa, para ellos es muy importante que esté abierto», comenta. Un grupo inversor italiano quiso comprarle el almacén para explotarlo como destino gastronómico. «Me ofrecieron tierras, casa y todo lo que quisiera, pero no he vendido, me cuesta irme de acá», afirma.

Por: Leandro Vesco – LA NACION
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